domingo, 17 de abril de 2011

los grandes maestros

La Argentina no nacía por primera vez a la censura, pero durante el proceso, los mecanismos de la misma formaron parte de una maquinaria de terror. Cuenta Nelly Oesterheld (hermana del querido autor del Eternauta) “...Cuando llegué al sur, en esos años que eran difíciles para todos, recuerdo que participaba en la comisión directiva de la Biblioteca Sarmiento de Bariloche, y hubo una intervención a la biblioteca buscando impresos “subversivos” y “cosas filtradas”. Creo que estuvimos tres días sin salir, toda la comisión directiva estaba ahí. Estábamos pasados de sueño, dormíamos en los sillones mientras ellos estaban controlando libros... Veían si tal libro estaba de acuerdo a la entrada, si estaba con el número correspondiente, con el nombre de quién lo había entregado, quién lo había donado, si lo había comprado la biblioteca, etc. Todos los datos de cualquier librito eran controlados por estos tipos. Había una fábula de Esopo, no me acuerdo qué edición, en donde se encontró un fascículo del Che Guevara, que en esa época era como hablar completamente en contra del proceso. En esos tres días tremendos ocurrieron cosas cómicas: me acuerdo que estaban buscando material y había una colección... “Los grandes maestros soviéticos” y dice uno de ellos: “Sargento, mire lo que encontré acá”. El sargento se lo da al teniente y el teniente dice: “Guárdelo!”. Y nosotros no pudimos menos que largar una carcajada –inconscientemente- ya que nos podrían haber acusado de desconocer la autoridad, anda saber a qué nos exponíamos... Resulta que eran “Grandes maestros” pero claro, del ajedrez. Veían subversivos por todos lados...”.

El señor de los libros. Un relato con viejo, zanjones y árbol.

En un tiempo no tan lejano, en una ciudad de Sudamérica, vivía un señor que amaba los libros y dos veces a la semana salía a las librerías a buscar más títulos para su colección.
Él decía que no faltaría mucho para poder inaugurar una gran biblioteca donde pudieran asistir desde pequeñísimos lectores hasta abuelos fanáticos de las novelas de aventura.
Toda la gente de su barrio y de la ciudad entera podría visitar el lugar y consultar alguno de los libros que el señor había juntado por más de cincuenta años y otros tantos, heredados de sus padres.
El señor era un señor muy inteligente y pasaba sábados y domingos leyendo y reflexionando dónde y cuándo poder instalarla.
Pasaron dos o tres años más. Más eran los libros que tenía en la biblioteca, aunque había decidido esperar hasta que las cosas de su país cambiaran porque había otros señores, muy brutos, que veían en los libros a demonios caminadores y a brujas con pelos de punta de la inquisición.
Mientras esperaba, pensaba qué podía hacer si esos señores brutos se ponían más en contra de los libros. Se decía incluso que los empezarían a quemar como a las hechiceras de la edad media.
Así fue que el pobre señor que quería dar a luz una biblioteca, tuvo que guardar cada uno de los libros y librillos en cajas y cajas y más cajas.
Eran tantas que pidió una licencia en su trabajo del correo y durante un mes, con un vecino hicieron zanjas y pozos en el fondo de la casa y ocultaron los miles de ejemplares debajo de la tierra.
Pasaron largas noches sin dormir, envolviendo cada libro en bolsitas de xelofán y rogaron, a todos los santos y cielos del mundo, que se conservaran hasta que la furia pase.
El señor vivió con un jardín muy especial durante muchos años. Había puesto árboles y jazmines bordeando el centro del terreno y decía que serían una valla de protección contra la brutalidad y el olvido.